lunes, 14 de diciembre de 2009

Qué tal un paseo?

Una calurosa tarde del verano del 2004, aterricé en el aeropuerto del Prat arrastrando dos gigantescas maletas sobre el brillante terrazo del vestíbulo del muelle nacional. El avión que me había transportado desde Madrid se había retrasado un poco, sumando a ello las eternas once horas del vuelo desde Bogotá, el cansancio me estaba venciendo y podía ver en el rostro de mi hermana los efectos del cambio de horario y la innegable imposibilidad de descanso, por más que se quiera, dentro de un avión.
-Mataría por un buen almuerzo-, le dije a ella, exigiéndole desesperadamente que consiguiéramos una comida decente. -Debe haber algo en mi casa todavía- me contestó cargando dificultosamente la mochila gris de manufactura indígena que tanto le había costado encontrar y que para ahora se había convertido parte de su diario vestir. Ella vivía ya desde hacía cuatro años en Barcelona y seguro encontraríamos algo congelado tras las vacaciones que se había tomado en Colombia ese verano. Esa tarde la terminé tirado sobre el sofá de su sala tratando de reponerme y adaptarme físicamente para al día siguiente empezar la aventura de volver a retomar los estudios después de dos insufribles años subiendo y bajando escaleras, gritando a contratistas y obreros y dibujando planos de detalles arquitectónicos. Aquello podría parecer una experiencia provechosa, desde el punto de vista académico, pero desde el profesional haber dejado atrás un futuro como arquitecto en Colombia era más que un desafío para mí. Cada hora me asomaba a la ventana para ver cómo había cambiado esta ciudad, encendía un cigarrillo y contemplaba los coches, mientras el semáforo de la calle de enfrente, cobraba mayor luminiscencia al caer la noche. Había algo distinto en el ambiente tras la última vez que había estado en Barcelona. Quizás fuera porque esa vez lo hice con motivos lúdicos y turísticos, pero definitivamente algo había cambiado, no solo en tamaño y aforo, eran como los colores y los sonidos
La siguiente semana me sentí renacer. El desarrollo de mis clases de máster era una dosis vital de energía y la gente parecía tener un efecto productivo y canalizador en mí. Comprendí entonces que no era el único que vivía esas sensaciones cambiantes y encontré parte de la esencia de esta ciudad en las nuevas personas que conocía. Por un lado, los latinoamericanos que como yo, hacían una pausa a sus monótonas vidas al otro lado del Atlántico y se daban a la travesía para entender un poco mejor las vicisitudes y acontecimientos del continente viejo; y por otro, los europeos que dejando a un lado las diferenciaciones sociales y económicas, parecían más dóciles y llevaderos de lo que había escuchado era posible soportar. Era esto lo diferente de Barcelona esta vez. Cuando uno forma parte de ella de manera activa, se siente la calurosa y amigable esencia de sus calles y lugares sorprendentes que la componen. Se convirtió pues, en mi lugar preferido, sobre todo para disfrutar en la noche.
Al margen de lo que dicen algunos, la ciudad es mucho más que vanguardias arquitectónicas y satisfacción superficial de los sentidos por su emplazamiento mediterráneo ofreciendo sol y playa, a la que muchos han caracterizado como la nueva vedette de la moda turística. Si mal no recuerdo, tras leer algún artículo en el periódico del fin de semana, Barcelona se estaba convirtiendo, - hablando de las últimas intervenciones formales en arquitectura y urbanismo y la historia que las sostiene -, en uno de los enclaves estratégicos para desarrollar megaproyectos y construcciones majestuosas de arquitectos y profesionales del ramo de cierto renombre y prestigio internacional y que, además de banalizar zonas del trazado urbano por carecer sus obras de carácter local y entendimiento cultural, estaban destruyendo lo que podría llamarse cohesión social en aras de ventajas unilaterales económicas y reconocimiento mundial para saciar egos personales1. Al final concluía con un párrafo que más parecía anunciar una solución catalizadora de las diferentes opiniones que este autor encontraba: en pocas palabras, la ciudad debe reencontrarse en su vida urbana, preocuparse más por lo que sucede a diario en las calles y retomar desde ahí su verdadera esencia como ejemplo viviente de la irrefutable identidad cultural y la tolerancia e inclusión de sus espacios públicos.
Es mucho más que eso, pensaba mientras caminaba junto a unos compañeros buscando algún restaurante tras una noche de fiesta en la playa de Nueva Icaria, de donde nos había sacado el camión de limpieza ya muy entrada la madrugada de aquel sábado. Estábamos dispuestos a encontrar cualquier tipo de comida para poder descansar en paz y de esa forma, cerrar una noche inolvidable. Para mi mala suerte, todo estaba cerrado y lo mejor era llegar a casa y dormir la resaca.
Al lunes siguiente, la clase de diseño tenía como tarea desarrollar un elemento móvil, efímero y liviano capaz de albergar, exponer y transportar algún producto de consumo masivo. Evoqué penosamente el episodio del sábado anterior y se convirtió en la excusa perfecta para lanzar la idea de un chiringuito móvil que vendiera comida en la calle para los noctámbulos y que a su vez se convirtiera en una atracción turística, algo así como una sorpresa en el camino después de visitar, festejar, en general, vivir Barcelona y sus calles por la noche. Había visto las personas que vendían cervezas y bocadillos por las calles y me causaba admiración y cierto disgusto que se ofrecieran de la misma manera que otros productos de carácter degenerativo. No podía creer que el hecho de vender comida se degradara al nivel de estupefacientes y alucinógenos. Después de mucha discusión, en especial con mi propia conciencia, entendí los argumentos para racionalizar el uso del espacio público sin sobrepasar los límites de convivencia y sin llegar a convertir las calles en sitios poco transitables. Esto me llevó a pensar y a buscar algunas mentes que se hubiesen molestado en su momento por este tema, encontrando muchas críticas, reprimendas a las entidades gubernamentales y quejas triviales, que verdaderas propuestas de intervención para mejorar o dar una solución a este inconveniente que afecta más a la imagen urbana que a problemáticas socio culturales.
En conclusión, el pequeño proyecto académico me impulsó a experimentar más a fondo y más habitualmente la vida nocturna y su particular acontecer en la ciudad de Barcelona. Ahora que siento que la hora de comer se acerca, es mejor no defraudar nuestros más básicos instintos y buscarme un delicioso y merecido hot-dog. Cómo me encantaría que después de cada noche fuera de casa finalizara encontrando tan solo fuera un trozo de pizza.

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