lunes, 14 de diciembre de 2009

Cruzando el Atlántico

Eran como las cinco y media de la tarde y en el salón de su casa la televisión no paraba de cantar el último éxito de ese verano; Eduardo alcanzaba a escucharlo desde su habitación. Se dio vuelta, pero era un esfuerzo en vano. Su estómago le exigía algo de comer y su cabeza una aspirina de emergencia. Al salir de su refugio donde se derretía además por el calor, Pilar cocinaba la típica ración de pasta de todos los sábados. –No te cansas de comer siempre lo mismo? –le preguntó Eduardo. –Es lo que hay. No tienes otra cosa, cada vez que vengo a tu casa –reclamó ella. En realidad era parte de la comida de los otros inquilinos de su piso. Eduardo era ecuatoriano y vivía con una pareja de Chile. – No creí que fuera a venir tanta gente a la fiesta–. La noche anterior habían estado en la fiesta de Ramón y sus amigos músicos y se alargó hasta la madrugada cuando, después del concierto que dieron en el bar del Raval, uno de ellos sacó sus dotes de DJ. De repente, como si de un llamado a salvar el mundo se tratase, su móvil empezó desesperadamente a sonar y haciendo como si no pasara nada contestó con voz firme y postura serena. –Voy para allá –fue lo único que Pilar alcanzó a escucharlo decir desde la cocina por encima del ruido que disparaba el televisor.
El calor de esa noche veraniega se acrecentaba exponencialmente al alejarse de la línea costera. Barcelona, por su urbanismo, posee la característica de no pretender de tan favorable y envidiable condición de ciudad de playa. Sólo al llegar hasta la estatua de Colón al final de la Rambla, o después de caminar por un interminable bulevar que encierra el famoso barrio de la Barceloneta, no es contundentemente perceptible la existencia del mar Mediterráneo.
Sonaba de nuevo la canción de moda y las luces de los coches por la Vía Laietana eran un faro para los buques y yates del puerto viejo. Al cruzar hacia el barrio del Borne, veía como cada vez eran más los que, como él, habían decidido venirse a vivir a una ciudad como Barcelona. Es por esta época cuando más latinizada parece la vida, más parecido a lo que siempre vio cuando crecía en su querida Guayaquil. Se sentía tranquilo y a la vez seguro, porque sabía que la mayoría de gente que estaba a su lado esperando a que el semáforo les dejase cruzar, sentían y pensaban lo mismo. Le impresionaba mucho que, por muy distintos que seamos, esta ciudad parecía dejarlo todo a un lado y ponernos a un mismo nivel. –Esta hecha para que la disfruten –pensó.
Aquel barrio céntrico estaba nuevamente plagado de vida al haberse rehabilitado para vivienda de alto standing, bares y restaurantes, así como tiendas de moda, museos y galerías de arte. Es muy fácil ahora, simplemente sentarse en cualquiera de sus bares a disfrutar de la puesta del sol.
Aprovechó para comprar algo en el colmado ya que Pilar le había reclamado por su indiferencia ante la descarada disposición de los bienes de consumo básicos de sus compañeros de piso. Además compró de sobra para reponer y llevó una buena botella de vino, que es proporcionalmente igual o en ocasiones más barata, que las bebidas normales en Ecuador, y ese es un lujo que en su condición lo sentía en pleno derecho.
No podía creer que a esta ciudad le siguiera entrando tanta gente. La plaza de San Jaime, centro administrativo de la ciudad, estaba a reventar. Eran ya casi las diez de la noche y no se veía que fuera para menos. La verbena de San Juan había sido la semana pasada, dando asi inicio a la temporada de verano, y ya para muchos lo era pues parecía que era más la cantidad de turistas nórdicos los que invadían las esquinas, callejuelas, bares, antros, hasta teatros desde hacía más de un mes.
Eduardo era un asiduo de la noche, pero en ese momento se percató por primera vez de los cambios que sufre la ciudad cuando el sol se apaga. Casi se cae al suelo cuando cruzó la calle Fernando y se tropezó con uno de los cambios en la acera por estar mirando una pareja que discutía en un balcón. –Son todos iguales pero diferentes –pensaba, y se daba cuenta de como las luces que se escapaban por las ventanas, configuraban un ritmo sencillo y preciso, como una buena canción de jazz, que sigue el mismo patrón pero cada instrumento, en este caso cada habitación, cada piso, cada historia, toca lo que mejor le suena para componer la melodía perfecta.
Llegar hasta la Plaza Real se había convertido en toda una odisea, esquivando mares de gente y mirando el reloj cada vez, pues ya se le hacía tarde para su encuentro. La fuente central de la plaza estaba de nuevo asediada por turistas y gente que como él adoptaban este hito urbano como una de las referencias para quedar en la noche. Alrededor, los bares y restaurantes daban la bienvenida a los transeúntes con sus resplandecientes interiores y sus parasoles que hacían juego con las palmeras de la plaza, en una sutil sinfonía de alturas, colores y texturas, a su vez que una solemne arcada los enmarcaba coherentemente.
A Eduardo y sus amigos Juan y Carolina les gustaba perderse por las laberínticas calles del barrio gótico para luego terminar en alguno de sus bares y empezar así la noche discutiendo sobre cualquier cosa. Últimamente no hablaban de otro tema que su pasión por la música y de qué forma podrían ellos con sus raíces latinas fusionar ritmos y melodías de vanguardia. Recordaban aquellas fiestas de sus familiares, donde el trepidante volumen del estéreo acrecentaba la vocalización y la resonancia de ciertos instrumentos africanos, adaptados por la música latina, que contrastaban con exuberantes redobles y compases ingeniosos de percusiones magistralmente ejecutadas. Canciones de antaño que satisfacían tanto a oídos expertos como ingenuos y amenizaban bailes interminables de barrios enteros.
–Vamos ahora hacia el Raval –contestó Eduardo a una llamada de su móvil, mientras caminaban en dirección a la Rambla. –Esto está increíble, no me acuerdo de haber visto tanta gente, con tantas ganas de divertirse–bromeaba Carolina. Las luces de los faroles en la calle se confundían entre las cabezas de los millares de turistas atónitos por la diversidad e imaginación de unos seres inanimados de repentina amabilidad, zoológicos en miniatura y gitanas clarividentes. Parecía más difícil y peligroso atravesar la aplastante calle atiborrada de humanidad que una autopista de veloces y enloquecidos conductores un domingo al caer la tarde. El calor aumentaba directamente proporcional a la cantidad desbordante de licor que inundaba los establecimientos.
Pararon por un refresco cerca al mercado de la Boquería y aprovecharon para comer algo, teniendo en cuenta que la noche prometía ser algo más inquietante que la anterior. –Es una pena que no encontremos algo abierto más tarde para comer –señaló Eduardo. –En Ecuador es más fácil ser gordo que alcohólico –dijo recordando los innumerables kioscos y lugares de comida rápida donde generalmente sirven alguna deliciosa combinación de platos sencillos con ingeniosas recetas ancestrales, en poco tiempo, a cualquier hora y en la oscura inmensidad de cualquier esquina.
El piso de Helena y sus tres hermosas compañeras de piso esta ubicado en pleno centro cultural e intelectual del antiguo barrio chino de Barcelona. Al ser derribada la construcción de enfrente, delimitaba un gran solar que ahora se había convertido en vivienda para otro tipo nuevo de inquilinos. Esto no parecía importante, ya que la ciudad parecía adoptar tolerantemente toda serie de actividades y asentamientos que no perjudicasen la imagen cosmopolita de los últimos años. La música empezaba a tener cada vez un tempo más lento y con solo un timbre en el interfóno fue suficiente para apagarlo del todo. Carlota salió al encuentro en la puerta y al pasar el umbral, saltaron de detrás de sofás, sillas y mesas un sinnúmero de amigos que sorprendieron hasta a los vecinos.
La fiesta de cumpleaños se alargó hasta casi las cuatro de la mañana y dejó a muchos bebidos más de la cuenta y a otros cansados. Eduardo salió para su casa preocupado por la ausencia de Pilar, además el alcohol parecía ya haber pasado su efecto y sentía una pesadez en su estómago que se debía a haber comido solamente el famoso plato de espaguetis de la tarde. Agradecía entonces el hecho de estar en esta ciudad, donde los desplazamientos pueden ser más cortos que los que hacía en Guayaquil, más seguros y más divertidos, en especial a estas horas del día, o de la noche. Ya no sentía el desespero por lo que había salido a buscar, era mayor el que sentía por encontrar rápidamente algo con que satisfacer esa necesidad tan básica. Maldijo, al tiempo que le cerraban las puertas del único bar abierto de la calle Hospital en su cara y recordaba aquel pensamiento que había compartido con Juan acerca de la tan añorada comida callejera ecuatoriana. Puede ser cierto que no había sido fácil crecer en un país de elevadas diferencias sociales, pero la certeza de encontrar algo abierto que le ayudara a calmar sus ansias, hacía olvidar la inseguridad y los largos y tediosos desplazamientos que se hacían. –De todas formas, se hacen –pensaba en voz alta. Con tal de lograr tener en sus manos tan preciado tesoro, cual primer premio fuese por haber llegado tarde a casa, pero con la certeza de haber compartido momentos inolvidables en la profundidad de la noche. Así es, se llegaría tranquilo a cualquier destino habiendo satisfecho uno de los instintos más básicos. El tema alimenticio estaba solventado y se podían acostar un poco más tranquilos, muy cansados, con menos dinero, pero felices.
La cerradura de su casa tenía doble vuelta al tratar de entrar. Una vez más, Pilar le había dejado por fuera. –Mierda, la volví a cagar y no me di cuenta–.

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