lunes, 14 de diciembre de 2009

Qué tal un paseo?

Una calurosa tarde del verano del 2004, aterricé en el aeropuerto del Prat arrastrando dos gigantescas maletas sobre el brillante terrazo del vestíbulo del muelle nacional. El avión que me había transportado desde Madrid se había retrasado un poco, sumando a ello las eternas once horas del vuelo desde Bogotá, el cansancio me estaba venciendo y podía ver en el rostro de mi hermana los efectos del cambio de horario y la innegable imposibilidad de descanso, por más que se quiera, dentro de un avión.
-Mataría por un buen almuerzo-, le dije a ella, exigiéndole desesperadamente que consiguiéramos una comida decente. -Debe haber algo en mi casa todavía- me contestó cargando dificultosamente la mochila gris de manufactura indígena que tanto le había costado encontrar y que para ahora se había convertido parte de su diario vestir. Ella vivía ya desde hacía cuatro años en Barcelona y seguro encontraríamos algo congelado tras las vacaciones que se había tomado en Colombia ese verano. Esa tarde la terminé tirado sobre el sofá de su sala tratando de reponerme y adaptarme físicamente para al día siguiente empezar la aventura de volver a retomar los estudios después de dos insufribles años subiendo y bajando escaleras, gritando a contratistas y obreros y dibujando planos de detalles arquitectónicos. Aquello podría parecer una experiencia provechosa, desde el punto de vista académico, pero desde el profesional haber dejado atrás un futuro como arquitecto en Colombia era más que un desafío para mí. Cada hora me asomaba a la ventana para ver cómo había cambiado esta ciudad, encendía un cigarrillo y contemplaba los coches, mientras el semáforo de la calle de enfrente, cobraba mayor luminiscencia al caer la noche. Había algo distinto en el ambiente tras la última vez que había estado en Barcelona. Quizás fuera porque esa vez lo hice con motivos lúdicos y turísticos, pero definitivamente algo había cambiado, no solo en tamaño y aforo, eran como los colores y los sonidos
La siguiente semana me sentí renacer. El desarrollo de mis clases de máster era una dosis vital de energía y la gente parecía tener un efecto productivo y canalizador en mí. Comprendí entonces que no era el único que vivía esas sensaciones cambiantes y encontré parte de la esencia de esta ciudad en las nuevas personas que conocía. Por un lado, los latinoamericanos que como yo, hacían una pausa a sus monótonas vidas al otro lado del Atlántico y se daban a la travesía para entender un poco mejor las vicisitudes y acontecimientos del continente viejo; y por otro, los europeos que dejando a un lado las diferenciaciones sociales y económicas, parecían más dóciles y llevaderos de lo que había escuchado era posible soportar. Era esto lo diferente de Barcelona esta vez. Cuando uno forma parte de ella de manera activa, se siente la calurosa y amigable esencia de sus calles y lugares sorprendentes que la componen. Se convirtió pues, en mi lugar preferido, sobre todo para disfrutar en la noche.
Al margen de lo que dicen algunos, la ciudad es mucho más que vanguardias arquitectónicas y satisfacción superficial de los sentidos por su emplazamiento mediterráneo ofreciendo sol y playa, a la que muchos han caracterizado como la nueva vedette de la moda turística. Si mal no recuerdo, tras leer algún artículo en el periódico del fin de semana, Barcelona se estaba convirtiendo, - hablando de las últimas intervenciones formales en arquitectura y urbanismo y la historia que las sostiene -, en uno de los enclaves estratégicos para desarrollar megaproyectos y construcciones majestuosas de arquitectos y profesionales del ramo de cierto renombre y prestigio internacional y que, además de banalizar zonas del trazado urbano por carecer sus obras de carácter local y entendimiento cultural, estaban destruyendo lo que podría llamarse cohesión social en aras de ventajas unilaterales económicas y reconocimiento mundial para saciar egos personales1. Al final concluía con un párrafo que más parecía anunciar una solución catalizadora de las diferentes opiniones que este autor encontraba: en pocas palabras, la ciudad debe reencontrarse en su vida urbana, preocuparse más por lo que sucede a diario en las calles y retomar desde ahí su verdadera esencia como ejemplo viviente de la irrefutable identidad cultural y la tolerancia e inclusión de sus espacios públicos.
Es mucho más que eso, pensaba mientras caminaba junto a unos compañeros buscando algún restaurante tras una noche de fiesta en la playa de Nueva Icaria, de donde nos había sacado el camión de limpieza ya muy entrada la madrugada de aquel sábado. Estábamos dispuestos a encontrar cualquier tipo de comida para poder descansar en paz y de esa forma, cerrar una noche inolvidable. Para mi mala suerte, todo estaba cerrado y lo mejor era llegar a casa y dormir la resaca.
Al lunes siguiente, la clase de diseño tenía como tarea desarrollar un elemento móvil, efímero y liviano capaz de albergar, exponer y transportar algún producto de consumo masivo. Evoqué penosamente el episodio del sábado anterior y se convirtió en la excusa perfecta para lanzar la idea de un chiringuito móvil que vendiera comida en la calle para los noctámbulos y que a su vez se convirtiera en una atracción turística, algo así como una sorpresa en el camino después de visitar, festejar, en general, vivir Barcelona y sus calles por la noche. Había visto las personas que vendían cervezas y bocadillos por las calles y me causaba admiración y cierto disgusto que se ofrecieran de la misma manera que otros productos de carácter degenerativo. No podía creer que el hecho de vender comida se degradara al nivel de estupefacientes y alucinógenos. Después de mucha discusión, en especial con mi propia conciencia, entendí los argumentos para racionalizar el uso del espacio público sin sobrepasar los límites de convivencia y sin llegar a convertir las calles en sitios poco transitables. Esto me llevó a pensar y a buscar algunas mentes que se hubiesen molestado en su momento por este tema, encontrando muchas críticas, reprimendas a las entidades gubernamentales y quejas triviales, que verdaderas propuestas de intervención para mejorar o dar una solución a este inconveniente que afecta más a la imagen urbana que a problemáticas socio culturales.
En conclusión, el pequeño proyecto académico me impulsó a experimentar más a fondo y más habitualmente la vida nocturna y su particular acontecer en la ciudad de Barcelona. Ahora que siento que la hora de comer se acerca, es mejor no defraudar nuestros más básicos instintos y buscarme un delicioso y merecido hot-dog. Cómo me encantaría que después de cada noche fuera de casa finalizara encontrando tan solo fuera un trozo de pizza.

De vuelta a casa

Una mujer daba vueltas sobre su eje propio eje, inquieta, como esperando que el largo y oscuro túnel le trajese algo más que el rechinante ruido de los metales que hacen las ruedas del metro al frenar en la estación de Paseo de Gracia. Muchos pasajeros se amontonaban tras la línea amarilla de la acera impacientes sin saber lo que el clima les tenía preparado diez metros por encima de sus cabezas. Jorge era de los que siempre había preferido la rapidez y eficacia de este tipo de sistema de transporte que no se regía por el insoportable estado del tráfico, en especial durante las festividades de fin de año, no solo porque toda la ciudad parecía ponerse de acuerdo por estar fuera, sino también porque era normal que ocurriese algún desastre atmosférico. Esta no parecía ser la excepción. Durante todo el día, Barcelona era azotada por un temporal no vivido desde hacía muchos años y todo el mundo buscaba en las catacumbas, su metro cuadrado de refugio. Tras treinta y cinco minutos de espera, una voz anunciaba la suspensión temporal del servicio enviando a la muchedumbre a buscar formas alternas de movilización.
Entraba una suave brisa por el corredor principal antes de ascender por la escalera eléctrica. Jorge se alegraba de estar en esta ciudad, donde hasta un 22 de diciembre todavía es posible caminar por las calles con apenas una chaqueta delgada. La imagen del exterior era como un espejismo, al ver como se podía prácticamente nadar alrededor de la plaza Cataluña. Pensó de repente que era mejor tratar de encontrar la forma de volver a casa, pero las ansias por un eventual reencuentro con sus amigos de la banda eran más fuertes tras la discusión con uno de ellos por unos malos tragos después del último concierto la semana pasada. Tenía la esperanza de que todo volviera a ser como antes, sabiendo que ya eran más de cuatro años los que llevaban tocando juntos y el sueño de un álbum debut estaba solo a un paso de distancia.
Bajo la implacable fuerza con que sentían caer la lluvia que les empapaba sus largas melenas, caminaron todos juntos hasta los confines del barrio gótico donde frecuentaban el bar en el que trabajaba su amiga Valeria. Al llegar Jorge no logró contener una ligera expresión nostálgica y serena; sabía que eran bien recibidos y la primera ronda de cervezas siempre corría por cuenta de la casa.
-Colegas-, interrumpió Martín empuñando una botella en alto, -la fiesta sigue donde Marc y Valeria!– gritó a sus amigos mientras daba un pequeño guiño. No se percataba Jorge de la hora de entrada ni menos de la de salida, lo único que le importaba esa noche era seguir disfrutando del festejo sin que la severidad del clima exterior le arruinara el momento. A pesar de todo, la ciudad tenía un aire de grandeza después de haber sido limpiada literalmente por la lluvia que permitía una percepción diáfana de las calles y sus construcciones, resaltadas por la meticulosa iluminación que reforzaba el carácter y la esencia del centro de Barcelona como núcleo vital del devenir de sus moradores y visitantes. Caminaron deliberadamente por las callejuelas viendo como se vaciaban todos los bares y restaurantes en una mezcla de colores y acentos únicamente perceptibles en estos horarios y realzados por los incontenibles efectos del licor. A Jorge le parecía gracioso la manera en que la raza humana se enfrenta a las normas que rigen el universo y en lugar de apagarse como lo hace la noche, se esfuerza por hacerla más larga, más trascendente. –Es un fenómeno inverso a la naturaleza-, pensaba, mientras le daba un sorbo a la cerveza que acababa de comprar a un sujeto de apariencia inmóvil, casi transparente, como si fuese parte del suelo. A su lado, Martín, Valeria y Sofía caminaban mientras entonaban las canciones de su artista preferido, inconscientes de los cambios que parecía tener el mundo a su alrededor.
La culminación de la noche traía consigo notables mutaciones en el paisaje urbano. La oferta lúdica parece decrecer a medida que aumenta la de movilidad: el metro volvía a funcionar después de la suspensión espontánea a causa de los estragos dejados por las condiciones desfavorables del tiempo y las largas colas para conseguir el último taxi eran insufribles. Notaba además un cierto cambio en los recorridos, semejando corrientes marinas que los arrastran a la orilla sanos y salvos, la hora de dormir era inevitable. Había que preparar la ciudad para recibir a nuevos transeúntes más apurados, más serios, más ocupados, que ni se dan cuenta, en muchos casos, de que la ciudad existe. Volver a empezar el diario ritual de la sociedad democráticamente capitalista y así esperar la noche para olvidarse del nombrado ritual voluntariamente. Es el constante dilema del progreso a cambio de un par de horas de diversión nocturna.
La cantidad de vendedores de cerveza y demás iba en aumento al acercarse a la plaza Cataluña, donde debían encontrar algún medio de transporte. En su camino Jorge veía encantado esa transformación mientras a su derecha e izquierda iba siendo alegremente atacado por esta nueva oferta de bebidas que le invitaban a continuar involuntariamente a un interminable camino hacia la luz del nuevo sol de la mañana. Parecían como un gran bosque, como pegados al suelo, le acompañaban al ritmo de sus pasos cada vez más difíciles y pesados a causa del cansancio y los litros del embriagante elíxir consumido. No importaba la hora, ni menos el lugar porque parecían que no estaban dispuestos a ceder su repetitiva frase de "cerveza a un euro, amigo", como si la existencia de la humanidad en la tierra se basara en ese preciso momento, esa única experiencia, esa particular afirmación y se pudiese pagar solo un euro para frenar la afanosa estrella matinal que nos alumbra, existencia que parece enfatizada solo cuando disfrutamos de su ausencia.
Ponía Jorge finalmente su cabeza en la almohada de su cama, y no dejaba de pensar en aquellos sujetos que amablemente le servían de compañía mientras moneda tras moneda, iban saciando y alargando su recorrido hacia el merecido descanso. Una última reflexión le llevaba profundamente hacia la oscuridad de sus sueños y reconfortado, sentía que con ese pensamiento había hecho su buena labor del día, al margen de los acontecimientos y de sus preocupaciones por colegas de banda y de vida: -si por mi fuera, les arreglaría un chiringuito a esos tíos para que pudieran vender en paz-.

Cruzando el Atlántico

Eran como las cinco y media de la tarde y en el salón de su casa la televisión no paraba de cantar el último éxito de ese verano; Eduardo alcanzaba a escucharlo desde su habitación. Se dio vuelta, pero era un esfuerzo en vano. Su estómago le exigía algo de comer y su cabeza una aspirina de emergencia. Al salir de su refugio donde se derretía además por el calor, Pilar cocinaba la típica ración de pasta de todos los sábados. –No te cansas de comer siempre lo mismo? –le preguntó Eduardo. –Es lo que hay. No tienes otra cosa, cada vez que vengo a tu casa –reclamó ella. En realidad era parte de la comida de los otros inquilinos de su piso. Eduardo era ecuatoriano y vivía con una pareja de Chile. – No creí que fuera a venir tanta gente a la fiesta–. La noche anterior habían estado en la fiesta de Ramón y sus amigos músicos y se alargó hasta la madrugada cuando, después del concierto que dieron en el bar del Raval, uno de ellos sacó sus dotes de DJ. De repente, como si de un llamado a salvar el mundo se tratase, su móvil empezó desesperadamente a sonar y haciendo como si no pasara nada contestó con voz firme y postura serena. –Voy para allá –fue lo único que Pilar alcanzó a escucharlo decir desde la cocina por encima del ruido que disparaba el televisor.
El calor de esa noche veraniega se acrecentaba exponencialmente al alejarse de la línea costera. Barcelona, por su urbanismo, posee la característica de no pretender de tan favorable y envidiable condición de ciudad de playa. Sólo al llegar hasta la estatua de Colón al final de la Rambla, o después de caminar por un interminable bulevar que encierra el famoso barrio de la Barceloneta, no es contundentemente perceptible la existencia del mar Mediterráneo.
Sonaba de nuevo la canción de moda y las luces de los coches por la Vía Laietana eran un faro para los buques y yates del puerto viejo. Al cruzar hacia el barrio del Borne, veía como cada vez eran más los que, como él, habían decidido venirse a vivir a una ciudad como Barcelona. Es por esta época cuando más latinizada parece la vida, más parecido a lo que siempre vio cuando crecía en su querida Guayaquil. Se sentía tranquilo y a la vez seguro, porque sabía que la mayoría de gente que estaba a su lado esperando a que el semáforo les dejase cruzar, sentían y pensaban lo mismo. Le impresionaba mucho que, por muy distintos que seamos, esta ciudad parecía dejarlo todo a un lado y ponernos a un mismo nivel. –Esta hecha para que la disfruten –pensó.
Aquel barrio céntrico estaba nuevamente plagado de vida al haberse rehabilitado para vivienda de alto standing, bares y restaurantes, así como tiendas de moda, museos y galerías de arte. Es muy fácil ahora, simplemente sentarse en cualquiera de sus bares a disfrutar de la puesta del sol.
Aprovechó para comprar algo en el colmado ya que Pilar le había reclamado por su indiferencia ante la descarada disposición de los bienes de consumo básicos de sus compañeros de piso. Además compró de sobra para reponer y llevó una buena botella de vino, que es proporcionalmente igual o en ocasiones más barata, que las bebidas normales en Ecuador, y ese es un lujo que en su condición lo sentía en pleno derecho.
No podía creer que a esta ciudad le siguiera entrando tanta gente. La plaza de San Jaime, centro administrativo de la ciudad, estaba a reventar. Eran ya casi las diez de la noche y no se veía que fuera para menos. La verbena de San Juan había sido la semana pasada, dando asi inicio a la temporada de verano, y ya para muchos lo era pues parecía que era más la cantidad de turistas nórdicos los que invadían las esquinas, callejuelas, bares, antros, hasta teatros desde hacía más de un mes.
Eduardo era un asiduo de la noche, pero en ese momento se percató por primera vez de los cambios que sufre la ciudad cuando el sol se apaga. Casi se cae al suelo cuando cruzó la calle Fernando y se tropezó con uno de los cambios en la acera por estar mirando una pareja que discutía en un balcón. –Son todos iguales pero diferentes –pensaba, y se daba cuenta de como las luces que se escapaban por las ventanas, configuraban un ritmo sencillo y preciso, como una buena canción de jazz, que sigue el mismo patrón pero cada instrumento, en este caso cada habitación, cada piso, cada historia, toca lo que mejor le suena para componer la melodía perfecta.
Llegar hasta la Plaza Real se había convertido en toda una odisea, esquivando mares de gente y mirando el reloj cada vez, pues ya se le hacía tarde para su encuentro. La fuente central de la plaza estaba de nuevo asediada por turistas y gente que como él adoptaban este hito urbano como una de las referencias para quedar en la noche. Alrededor, los bares y restaurantes daban la bienvenida a los transeúntes con sus resplandecientes interiores y sus parasoles que hacían juego con las palmeras de la plaza, en una sutil sinfonía de alturas, colores y texturas, a su vez que una solemne arcada los enmarcaba coherentemente.
A Eduardo y sus amigos Juan y Carolina les gustaba perderse por las laberínticas calles del barrio gótico para luego terminar en alguno de sus bares y empezar así la noche discutiendo sobre cualquier cosa. Últimamente no hablaban de otro tema que su pasión por la música y de qué forma podrían ellos con sus raíces latinas fusionar ritmos y melodías de vanguardia. Recordaban aquellas fiestas de sus familiares, donde el trepidante volumen del estéreo acrecentaba la vocalización y la resonancia de ciertos instrumentos africanos, adaptados por la música latina, que contrastaban con exuberantes redobles y compases ingeniosos de percusiones magistralmente ejecutadas. Canciones de antaño que satisfacían tanto a oídos expertos como ingenuos y amenizaban bailes interminables de barrios enteros.
–Vamos ahora hacia el Raval –contestó Eduardo a una llamada de su móvil, mientras caminaban en dirección a la Rambla. –Esto está increíble, no me acuerdo de haber visto tanta gente, con tantas ganas de divertirse–bromeaba Carolina. Las luces de los faroles en la calle se confundían entre las cabezas de los millares de turistas atónitos por la diversidad e imaginación de unos seres inanimados de repentina amabilidad, zoológicos en miniatura y gitanas clarividentes. Parecía más difícil y peligroso atravesar la aplastante calle atiborrada de humanidad que una autopista de veloces y enloquecidos conductores un domingo al caer la tarde. El calor aumentaba directamente proporcional a la cantidad desbordante de licor que inundaba los establecimientos.
Pararon por un refresco cerca al mercado de la Boquería y aprovecharon para comer algo, teniendo en cuenta que la noche prometía ser algo más inquietante que la anterior. –Es una pena que no encontremos algo abierto más tarde para comer –señaló Eduardo. –En Ecuador es más fácil ser gordo que alcohólico –dijo recordando los innumerables kioscos y lugares de comida rápida donde generalmente sirven alguna deliciosa combinación de platos sencillos con ingeniosas recetas ancestrales, en poco tiempo, a cualquier hora y en la oscura inmensidad de cualquier esquina.
El piso de Helena y sus tres hermosas compañeras de piso esta ubicado en pleno centro cultural e intelectual del antiguo barrio chino de Barcelona. Al ser derribada la construcción de enfrente, delimitaba un gran solar que ahora se había convertido en vivienda para otro tipo nuevo de inquilinos. Esto no parecía importante, ya que la ciudad parecía adoptar tolerantemente toda serie de actividades y asentamientos que no perjudicasen la imagen cosmopolita de los últimos años. La música empezaba a tener cada vez un tempo más lento y con solo un timbre en el interfóno fue suficiente para apagarlo del todo. Carlota salió al encuentro en la puerta y al pasar el umbral, saltaron de detrás de sofás, sillas y mesas un sinnúmero de amigos que sorprendieron hasta a los vecinos.
La fiesta de cumpleaños se alargó hasta casi las cuatro de la mañana y dejó a muchos bebidos más de la cuenta y a otros cansados. Eduardo salió para su casa preocupado por la ausencia de Pilar, además el alcohol parecía ya haber pasado su efecto y sentía una pesadez en su estómago que se debía a haber comido solamente el famoso plato de espaguetis de la tarde. Agradecía entonces el hecho de estar en esta ciudad, donde los desplazamientos pueden ser más cortos que los que hacía en Guayaquil, más seguros y más divertidos, en especial a estas horas del día, o de la noche. Ya no sentía el desespero por lo que había salido a buscar, era mayor el que sentía por encontrar rápidamente algo con que satisfacer esa necesidad tan básica. Maldijo, al tiempo que le cerraban las puertas del único bar abierto de la calle Hospital en su cara y recordaba aquel pensamiento que había compartido con Juan acerca de la tan añorada comida callejera ecuatoriana. Puede ser cierto que no había sido fácil crecer en un país de elevadas diferencias sociales, pero la certeza de encontrar algo abierto que le ayudara a calmar sus ansias, hacía olvidar la inseguridad y los largos y tediosos desplazamientos que se hacían. –De todas formas, se hacen –pensaba en voz alta. Con tal de lograr tener en sus manos tan preciado tesoro, cual primer premio fuese por haber llegado tarde a casa, pero con la certeza de haber compartido momentos inolvidables en la profundidad de la noche. Así es, se llegaría tranquilo a cualquier destino habiendo satisfecho uno de los instintos más básicos. El tema alimenticio estaba solventado y se podían acostar un poco más tranquilos, muy cansados, con menos dinero, pero felices.
La cerradura de su casa tenía doble vuelta al tratar de entrar. Una vez más, Pilar le había dejado por fuera. –Mierda, la volví a cagar y no me di cuenta–.

La gente sale a cualquier hora...

Gracias a la renovación urbana metódicamente planificada por el gobierno local, Barcelona se había convertido en una ciudad cada vez más incluyente y diversificada tanto en servicios como en oportunidades. Los sistemas de transporte y las redes de servicios públicos domiciliarios funcionaban correctamente. Alfons y Gemma estaban seguros de que muy pronto terminarían de pagar su hipoteca, ya que a ambos les iba muy bien en sus respectivos trabajos. Su piso en uno de los barrios del Poble Nou, era lo suficientemente grande como para empezar sus sueños de convertirse en familia y, además, organizar agradables veladas en compañía de amigos y familiares.
–¿Ya estás lista? –preguntó Alfons. –Recuerda que la reserva está para las nueve y media–. Era una ocasión especial y aparte de no poder llegar tarde, la cena de Navidad de la empresa se venía preparando con bastante antelación. El encuentro con compañeros de oficina, jefes, clientes y proveedores es la oportunidad perfecta para romper las diferencias burocráticas y hacer nuevos amigos y colegas.
El espíritu de aquella época se había apoderado de la ciudad entera. Si perdía un poco de sus brillantes colores y jovialidad por el invierno, que apagaba la vida de frondosos árboles y cerraba el infinito azul del cielo, se remplazaban entonces por las destelleantes luces de alumbrados en edificios y tiendas, últimamente más por estrategia publicitaria que por la verdadera esencia de la navidad. Barcelona se volcaba a sus visitantes, consciente de su esforzada posición como destino turístico y epicentro de una nueva moda en ofertas de ocio. Gemma disfrutaba con las compras en grandes almacenes y tiendas de diseño exclusivo, pero detestaba las interminables colas para pagar y hacerse con tan añorados bienes.
Las calles de la ciudad parecían un espejo roto que distorsionaba los reflejos de las luces de los coches al pasar y multiplicaba la percepción de altura de sus edificaciones. La temporada invernal estaba empezando y la incesante lluvia predecía el frente polar que se avecinaba. No obstante, Barcelona era el destino preferido de millares de visitantes que buscan un par de grados más gracias a su ubicación y a su calidad en infraestructuras. Alfons era un ferviente defensor de la multiculturalidad y de los beneficios de ser capital turística de vanguardia. Su formación como administrador de negocios se delataba en la utilización de terminología financiera. Argumentaba constantemente que la ciudad podría aprovechar el despegue del sector para reforzar su carácter autónomo y por ende, la incentiva a capitales extranjeros. –Tendremos que buscar especificidad en nuestra empresa –afirmaba concluyente ante sus socios de la empresa, mientras comentaban el balance positivo del año que estaba terminando.
Dejaron el restaurante pasadas las doce de la medianoche. Parecía que la lluvia iba a arrasar con quien estuviera a su alcance. Gemma se sorprendía de la obstinación con que la gente salía a la calle, ante una de las tormentas más fuertes de la cual se acordase. Apenas se podía ver un poco a través del mojado parabrisas de su coche, sin embargo al pasar por la Plaza Cataluña se dieron cuenta de que no funcionaban dos líneas de metro y la gente tenía que caminar o tratar de encontrar un taxi bajo el escandaloso fenómeno atmosférico que azotaba la costa sur del continente. Este incidente había obligado tanto a comunes residentes como a sobrecogidos visitantes, a fusionarse en una sola amalgama de culturas en las paradas de autobuses y en los porches penosamente cubiertos de algunos establecimientos. Era una imagen insuperable, similar a una de las innumerables crónicas de algún reportero de magazín internacional. Toda suerte de razas y clases era reconocible: universitarios, turistas de más acá y más allá, parejas en su primera cita, los amigos de la fiesta electrónica, los otros de la punk, inmigrantes de toda índole, familias enteras con cara de aburrimiento y cansancio, hasta alguna celebridad de incógnito, se aglomeraban a la entrada de cualquier bar. Alfons evocaba a Gemma parte de la conversación que sostuvo con sus colegas, mientras ella suspiraba por llegar a su casa lo antes posible.
Camino a casa, la nueva colosal construcción de Gloríes regía el horizonte que, acompañada de los picos y agujas neo barrocas de la Sagrada Familia, enmarcaba las luces lejanas de algún buque mercante mar adentro. Se sentían reconfortados en la comodidad de su casa, lejos del bullicio y caos de la noche, en especial ésta, que pasada por litros de agua había desconfigurado en gran parte el normal curso de los sistemas de transporte. No quedando totalmente satisfecho o como si de un impulso inconsciente se tratase, Alfons se encontraba en la cocina buscando algo de comer tras la puerta abierta de la nevera. –No seas ansioso y vete a dormir –exhaló Gemma con un bostezo que se le escapaba.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Actividades y lugares de la noche

Poner los pies sobre la tierra y caminar en la arena caliente de Barcelona era en lo único que pensaba intranquilamente Allan, mientras veía como finalmente Susan y sus amigos de universidad dormían. Habían hecho todo el ruido y bullicio por sus vacaciones al Mediterráneo, no sin antes molestar a media cabina de pasajeros y toda la tripulación. Habían pasado casi cuatro horas tras salir de Glasgow, donde la temperatura todavía no despegaba más allá de los 10 grados centígrados en pleno mes de abril. Al aterrizar, lo recibió una bofetada de aire caliente que le puso de nuevo una sonrisa en su ruborizado rostro anglosajón.
La humedad del ambiente hacía que los cristales en las ventanas del taxi que los desplazaba al hotel se empañase debido al contraste entre el aire acondicionado del interior y el sofocante calor de una típica noche en la costa mediterránea. Sin perder ni un minuto, Allan consiguió fuerzas suficientes para sacar del letargo a sus amigos y arrastrarlos a la puerta del hotel con la sola intención de calmar su ansiedad por una cerveza bien fría. Caminaron solo dos manzanas para encontrarse con una imagen que nunca podría borrarse de su retina: una calle atestada de personas que parecían moverse a otro ritmo, como si el tiempo se hubiese detenido, y algo más fuerte que ellos les arrastrase a unirse a ellos. Era un espectáculo poco comparable con las largas jornadas que soportaba cuando iba al estadio de fútbol, donde se aglomeraban bajo las inclemencias más atroces del clima, aficionados que cantaban al unísono himnos y arengas propias del deporte.Pasadas una hora y media volvía a encontrarse desubicado entre la multitud, caminando con un ritmo desigual pero más feliz, ahora que empezaba a darse cuenta de que aquel lugar mágico que lo recibía adoptaba una actitud regocijadora. La estatua de Colón se erigía como un gran coloso que señalaba al horizonte, como indicándole el camino que debía emprender desde ese día en adelante. Sin mucho esfuerzo, terminaron él y sus amigos en el paseo marítimo donde habían llegado dejándose llevar por el oleaje de la gente como una corriente que los arrastraba. Sabían que más allá de las luces armoniosas de los edificios y las calles estrechas de la Barceloneta encontrarían el tesoro que tanto anhelaban, y no fueron defraudados. El sonido del mar Mediterráneo reventando sobre la arena de la playa les hizo pasar momentáneamente de su embriaguez y se sentaron en una banca a disfrutar como la brisa les golpeaba. El paisaje imponente de dos inmensas torres enmarcando la entrada a un mundo surreal donde pensaban todo era posible, sólo fue superado por la extraordinaria postal de la iglesia de la Sagrada Familia iluminada como una esfinge en medio del desierto. Susan estaba más impactada por la amabilidad con que desconocidos se le acercaban a invitarla a entrar a algún bar, sin darse cuenta de que era presa del trabajo de algún impulsador. –Entremos a este! –gritó con su inglés casi irreconocible para cualquier mortal de la Europa mediterránea.
Pasadas las tres de la mañana, el combo escocés trataba de coger algún tipo de transporte que les acercara al hotel, mientras algunos manipulaban dificultosamente un mapa de la ciudad marcando los lugares que habían visitado. Allan se empeñaba en buscar un lugar donde comer pues la ínfima comida del avión parecía haberse evaporado de su estómago. Era solo la primera noche y le esperaba una larga jornada de caminatas por las calles de la ciudad que hasta este momento parecía darle la bienvenida de vuelta, como si fuera un ciudadano más y hubiese venido muchas veces. En sus sueños, siempre había sido así. Se acostó recordando que a la mañana siguiente alguien pudiese darle indicaciones precisas para poder moverse con facilidad, pues el conserje del hotel, que dormía con los ojos abiertos en la silla del mostrador, no supo traducir satisfactoriamente los panfletos de las diferentes atracciones turísticas de Barcelona. Su estómago le decía que era hora de un bocadillo, pero la fiesta parecía apenas empezar escuchando la música y el barullo que provenía de sus amigos en la habitación de al lado. Al parecer, la siesta que habían tomado en el avión les habría recobrado las fuerzas para seguir hasta cualquier hora. –Si no puedes contra el enemigo, únete a él –pensó, mientras se tomaba un chupito de tequila caliente.

La Ciudad y la noche

María se cepillaba los dientes mientras Pedro se terminaba de amarrar los zapatos. –¿Para dónde es que vamos? –preguntó. –No lo sé, quedamos con Sergio y Natalia en la esquina de Tallers, frente a Canaletas –respondió ella. Habían pasado la tarde de aquel sábado de mediados de abril en casa de los tíos de María y era m­­­ás que necesario salir a la calle por un poco de aire fresco. Especialmente cuando pasar la tarde significa aguantar tres horas con tus primos más pequeños que no paran de jugar. No importaba que tan cansados estuvieran, había en el aire una especie de atmósfera sobrecogedora más poderosa que ellos, que los invitaba a salir, a levantar el teléfono y desempolvar la agenda de números, guardada en el olvido a causa del penetrante invierno que se había colado hasta los huesos por culpa de una avería en la calefacción central de su finca. La primavera era ya un hecho y el tumulto de gente se amontonaba por cualquier calle que se asomaban.–¿Dónde pongo esto? –preguntaba Pedro, mientras sostenía dificultosamente la chaqueta gruesa comprada durante las rebajas de enero y que sentía que ya le estorbaba, acordándose de lo cansado de ir uniformado todos los días, del mismo color casi obligado, a causa del frío. Brillantes colores adornaban las calles, no sólo por el florecimiento repentino de los árboles sino por el efecto que esto tiene tanto en el físico como en el carácter de la gente. Tanta expectativa por volver a ver el sol radiante apoderarse del sublime cielo azul pasaba desapercibida, pues era más fuerte el hecho de salir de noche con poco abrigo y caminar más a gusto por las calles, sin tener que buscar afanosamente el primer bar que hubiese.
El metro estaba a reventar. Eran solo las ocho de la tarde, y parecía que todo el mundo se había puesto de acuerdo para salir a comprar algo nuevo para estrenar para recibir una noche que parecía tendría un clima muy agradable. María se quejaba y recordaba cuánto odiaba viajar en el metro, su impersonalidad, esa larga serpiente que nadie sabe a dónde va de no ser por la voz penetrante que salía de los altavoces. Nadie se movía y la respiración se había vuelto dificultosa; al parecer los operadores no se percataban del cambio climático y el aire acondicionado seguía expulsando un vaho de calor. –De ahora en adelante nos vamos en autobús, ¡así tardemos un poco más! –replicó.
En una ciudad como Barcelona, donde cada esquina, cada rincón, parece contarnos un trozo de años mejores, o de algunos que vendrán, es fácil perderse. No lo es por lo sinuoso del trazado de su centro histórico, ni por la mimesis que sufren todas las manzanas del ensanche, ni porque al alejarse un poco más ya no se sabe si se ha salido de ella por la regeneración arquitectónica de sus barrios nuevos, sino por descubrir el efecto mágico que la noche produce en ella. Esa simetría de sus formas, de lentos pero potentes cambios en las fachadas de los edificios, que dejan atravesar la luz que sale desde sus interiores, nos cuentan historias fantásticas, anécdotas, relatos de personajes que parecían solo existir en los libros. Pedro no dejaba de asombrarse cada vez, porque caminaba por esas calles casi todos los días, pero es el poder de la noche lo que le hace percatarse de cada detalle en el suelo por donde caminaban, de las puertas de locales que veía cambiar cada semestre por el auge de la ciudad como nueva potencia turística, y de ver cómo se decoraban y hasta parecían nacer por sí solos edificios que juraba nunca haber visto pero que llevaban mucho más tiempo del que él podía dar fe de su propia existencia. –Tenemos que empezar a salir más a menudo –dejó escapar entre dientes. –No vayas a empezar con tu rollo arquitectónico, la otra vez casi mareas a Patricia y a Lauren –recordaba María, por la fiesta de cumpleaños de su amigo Eduardo el verano pasado. –Fueron ellas las que empezaron –protestó. Eran compañeras suyas de la facultad de arquitectura, a quienes no veía desde hacía un par de años, que habían salido de España a realizar estudios y buscar oportunidades, y decidieron regresar al darse cuenta de que todo lo que estaban esperando encontrar estuvo mucho tiempo al frente de sus narices, en su Barcelona natal. Se habían tomado un par de copas, y al hacer el recuento general de su paso por tierras vascas, francesas y hasta Italia, -una de ellas hasta había llegado a considerar establecerse en Milán-, daban rienda suelta a temas que alguna vez debatieron en sus clases de la universidad. Pedro asentía con ecuanimidad, pero cuando llegó su turno de expresarse lo hizo con soltura y brillantez. Al final de la noche se acostó sintiéndose un poco mejor, pues finalmente parecía que el hecho de haberse quedado en esta ciudad y todas sus horas de estudio y arduo trabajo en su despacho, lo recompensaban. No podía ocultar una sonrisa pícara al recordar este momento, ahora que caminaban como perdidos sin contar los pasos.
Encontraron a Sergio y a Natalia, poco después de atravesarse por entre un grupo de escoceses que salía vitoreando algún cántico futbolístico de algún pub de la Rambla y a quienes las siete pintas de cerveza de cada uno hacía reflejo en los zig-zags que dibujaban sus pies al caminar. María parecía un poco perpleja pero recordaba con tranquilidad la razón de ser de un espacio como la Rambla. Una calle con gran carácter por su propia historia de unificación entre ricos y pobres, de ideales de igualdad, como resultado de un espacio residual que dejaba el derribar una muralla que confinaba la gente y configuraba uno de los cascos antiguos más carismáticos de toda Europa. Aquella calle se había convertido en el eje principal de la industria turística, el motor que impulsó a poner a Barcelona en el mapa de las ciudades más exclusivas del mundo, y no era raro ver en estos días demostraciones culturales de este tipo.
Caminar por una ciudad como Barcelona era una experiencia más que funcional, interesante y sorprendente. Cada centímetro está predestinado para llenarse de algún detalle nuevo por descubrir, algo contrastante, que se hace más evidente en la noche. Si las construcciones y en general todo el espacio público que conforman sus vacíos urbanos albergan dosis elevadas de vitalidad, es en la noche cuando se vuelven especialmente detectables gracias a la forma como la luz incide sobre ellos. Las siluetas que modelan las personas al caminar y llenar aquellos espacios, el préstamo que ciertos establecimientos hacen de estos espacios que parecen prolongarse para atraer a sus clientes, sin delimitar, por el contrario, añadiéndoles una pizca más de un carácter que ya es lo suficientemente fuerte. Es este juego de luz y sombra lo que hace a la comunión entre la ciudad y la noche tan impactante. La delicadeza con que se nos muestran los materiales, que en el día son como una gran cárcel de piedra rugosa y hormigón gris y muerto, en la noche cobran vida y nos hablan de sus habitantes, en algunos casos llegando a ser mucho más importantes que ellos mismos. La noche como personaje y la ciudad su escenario. María se dejaba contagiar por este sentimiento al ver la manera en que Pedro caminaba, más pendiente de enterarse por la vida de los demás que de la suya. –Creo que todo el mundo se decidió por fin a salir –saludaba Pedro a sus amigos.

Introducción

Un momento, por favor...


Todas las ciudades, sin importar sus dimensiones, ofrecen tanto a locales como a extraños un sinnúmero de ofertas de ocio. Caminar por las calles, siendo éstas los principales escenarios de la vida en la ciudad, ofrece a los sentidos todas las posibilidades de satisfacción. Lujosas tiendas llenas de lujosos artículos, establecimientos atiborrados de comidas, edificios antiguos que cuentan historias de mejores tiempos, tristezas y victorias; otras construcciones más modernas que parecen predecir un futuro semi apocalíptico de un progreso decadente y, sobre todas las cosas, sus habitantes vislumbrados ante tanta ornamentación que hace de la ciudad un lugar de contrastes donde las limitaciones son pocas a la hora de expresar los caracteres intrínsecos de todos los grupos sociales.

Sin embargo no son tantas las cosas que nos diferencian unos de otros, si es en la ciudad donde convergen las actividades que establecen los códigos de supervivencia, o mejor, convivencia, al ser en ella donde se ponen de común acuerdo para un objetivo común: el bienestar.

Es por esto importante encontrar aquellas cosas que a todos por igual nos garanticen un mejor bienestar y que potencien aquella convivencia, y que más básico que nuestros instintos como fuente de inspiración y regalarle a la ciudad un elemento fugaz y divertido. Un espacio nuevo que recorra aquellas calles plagadas de vida, sin llegar a ocupar realmente uno en concreto...

No obstante, a veces disfrutar de la ciudad es una tarea tediosa cuando los límites de la libertad se ven excedidos y cada uno de sus habitantes juega en su propio bando y con sus propias reglas. Lamentablemente la ciudad ha perdido parte de su esencia como escenario de todas las manifestaciones culturales y algunos pocos se adueñan de sus riendas y la manejan desde su punto de vista personal.

Si la ciudad es para ser disfrutada desde todas las posibles perspectivas, es angustioso y a la vez sorprendente las represiones y privaciones que algunos tienen que pasar para poder entrar a formar parte de esta convivencia.

Es así como nace la inquietud de crear un elemento urbano que recoja principios tan elementales como la movilidad, la transparencia y la oportunidad dentro de un marco general que intrínsicamente exprese la igualdad.

Todos tenemos las mismas necesidades, esos instintos que nos hacen iguales, esos parámetros que más allá de colores, creencias y credos nos nacen desde lo más profundo de nuestro cuerpo, donde es imposible diferenciarnos los unos de los otros. Dormir, comer, caminar, respirar, dolor, felicidad... Un objeto que por sí solo manifieste nuestros anhelos y nos brinde el bienestar que físicamente nos permita formar parte de la convivencia urbana.

No se trata de un llamado a la insurgencia o revolución, es simplemente una vuelta a lo más básico, inspirado en ello que nos atañe a todos: comer y desplazarnos con facilidad.