viernes, 11 de diciembre de 2009

La Ciudad y la noche

María se cepillaba los dientes mientras Pedro se terminaba de amarrar los zapatos. –¿Para dónde es que vamos? –preguntó. –No lo sé, quedamos con Sergio y Natalia en la esquina de Tallers, frente a Canaletas –respondió ella. Habían pasado la tarde de aquel sábado de mediados de abril en casa de los tíos de María y era m­­­ás que necesario salir a la calle por un poco de aire fresco. Especialmente cuando pasar la tarde significa aguantar tres horas con tus primos más pequeños que no paran de jugar. No importaba que tan cansados estuvieran, había en el aire una especie de atmósfera sobrecogedora más poderosa que ellos, que los invitaba a salir, a levantar el teléfono y desempolvar la agenda de números, guardada en el olvido a causa del penetrante invierno que se había colado hasta los huesos por culpa de una avería en la calefacción central de su finca. La primavera era ya un hecho y el tumulto de gente se amontonaba por cualquier calle que se asomaban.–¿Dónde pongo esto? –preguntaba Pedro, mientras sostenía dificultosamente la chaqueta gruesa comprada durante las rebajas de enero y que sentía que ya le estorbaba, acordándose de lo cansado de ir uniformado todos los días, del mismo color casi obligado, a causa del frío. Brillantes colores adornaban las calles, no sólo por el florecimiento repentino de los árboles sino por el efecto que esto tiene tanto en el físico como en el carácter de la gente. Tanta expectativa por volver a ver el sol radiante apoderarse del sublime cielo azul pasaba desapercibida, pues era más fuerte el hecho de salir de noche con poco abrigo y caminar más a gusto por las calles, sin tener que buscar afanosamente el primer bar que hubiese.
El metro estaba a reventar. Eran solo las ocho de la tarde, y parecía que todo el mundo se había puesto de acuerdo para salir a comprar algo nuevo para estrenar para recibir una noche que parecía tendría un clima muy agradable. María se quejaba y recordaba cuánto odiaba viajar en el metro, su impersonalidad, esa larga serpiente que nadie sabe a dónde va de no ser por la voz penetrante que salía de los altavoces. Nadie se movía y la respiración se había vuelto dificultosa; al parecer los operadores no se percataban del cambio climático y el aire acondicionado seguía expulsando un vaho de calor. –De ahora en adelante nos vamos en autobús, ¡así tardemos un poco más! –replicó.
En una ciudad como Barcelona, donde cada esquina, cada rincón, parece contarnos un trozo de años mejores, o de algunos que vendrán, es fácil perderse. No lo es por lo sinuoso del trazado de su centro histórico, ni por la mimesis que sufren todas las manzanas del ensanche, ni porque al alejarse un poco más ya no se sabe si se ha salido de ella por la regeneración arquitectónica de sus barrios nuevos, sino por descubrir el efecto mágico que la noche produce en ella. Esa simetría de sus formas, de lentos pero potentes cambios en las fachadas de los edificios, que dejan atravesar la luz que sale desde sus interiores, nos cuentan historias fantásticas, anécdotas, relatos de personajes que parecían solo existir en los libros. Pedro no dejaba de asombrarse cada vez, porque caminaba por esas calles casi todos los días, pero es el poder de la noche lo que le hace percatarse de cada detalle en el suelo por donde caminaban, de las puertas de locales que veía cambiar cada semestre por el auge de la ciudad como nueva potencia turística, y de ver cómo se decoraban y hasta parecían nacer por sí solos edificios que juraba nunca haber visto pero que llevaban mucho más tiempo del que él podía dar fe de su propia existencia. –Tenemos que empezar a salir más a menudo –dejó escapar entre dientes. –No vayas a empezar con tu rollo arquitectónico, la otra vez casi mareas a Patricia y a Lauren –recordaba María, por la fiesta de cumpleaños de su amigo Eduardo el verano pasado. –Fueron ellas las que empezaron –protestó. Eran compañeras suyas de la facultad de arquitectura, a quienes no veía desde hacía un par de años, que habían salido de España a realizar estudios y buscar oportunidades, y decidieron regresar al darse cuenta de que todo lo que estaban esperando encontrar estuvo mucho tiempo al frente de sus narices, en su Barcelona natal. Se habían tomado un par de copas, y al hacer el recuento general de su paso por tierras vascas, francesas y hasta Italia, -una de ellas hasta había llegado a considerar establecerse en Milán-, daban rienda suelta a temas que alguna vez debatieron en sus clases de la universidad. Pedro asentía con ecuanimidad, pero cuando llegó su turno de expresarse lo hizo con soltura y brillantez. Al final de la noche se acostó sintiéndose un poco mejor, pues finalmente parecía que el hecho de haberse quedado en esta ciudad y todas sus horas de estudio y arduo trabajo en su despacho, lo recompensaban. No podía ocultar una sonrisa pícara al recordar este momento, ahora que caminaban como perdidos sin contar los pasos.
Encontraron a Sergio y a Natalia, poco después de atravesarse por entre un grupo de escoceses que salía vitoreando algún cántico futbolístico de algún pub de la Rambla y a quienes las siete pintas de cerveza de cada uno hacía reflejo en los zig-zags que dibujaban sus pies al caminar. María parecía un poco perpleja pero recordaba con tranquilidad la razón de ser de un espacio como la Rambla. Una calle con gran carácter por su propia historia de unificación entre ricos y pobres, de ideales de igualdad, como resultado de un espacio residual que dejaba el derribar una muralla que confinaba la gente y configuraba uno de los cascos antiguos más carismáticos de toda Europa. Aquella calle se había convertido en el eje principal de la industria turística, el motor que impulsó a poner a Barcelona en el mapa de las ciudades más exclusivas del mundo, y no era raro ver en estos días demostraciones culturales de este tipo.
Caminar por una ciudad como Barcelona era una experiencia más que funcional, interesante y sorprendente. Cada centímetro está predestinado para llenarse de algún detalle nuevo por descubrir, algo contrastante, que se hace más evidente en la noche. Si las construcciones y en general todo el espacio público que conforman sus vacíos urbanos albergan dosis elevadas de vitalidad, es en la noche cuando se vuelven especialmente detectables gracias a la forma como la luz incide sobre ellos. Las siluetas que modelan las personas al caminar y llenar aquellos espacios, el préstamo que ciertos establecimientos hacen de estos espacios que parecen prolongarse para atraer a sus clientes, sin delimitar, por el contrario, añadiéndoles una pizca más de un carácter que ya es lo suficientemente fuerte. Es este juego de luz y sombra lo que hace a la comunión entre la ciudad y la noche tan impactante. La delicadeza con que se nos muestran los materiales, que en el día son como una gran cárcel de piedra rugosa y hormigón gris y muerto, en la noche cobran vida y nos hablan de sus habitantes, en algunos casos llegando a ser mucho más importantes que ellos mismos. La noche como personaje y la ciudad su escenario. María se dejaba contagiar por este sentimiento al ver la manera en que Pedro caminaba, más pendiente de enterarse por la vida de los demás que de la suya. –Creo que todo el mundo se decidió por fin a salir –saludaba Pedro a sus amigos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario